Escrito por Waleska Abah-Sahada, Abogada y Docente Fundación Henry Dunant

 

En las siguientes líneas, pretendo abordar cómo las políticas públicas con perspectiva de género pueden contribuir a transformar las concepciones sociales y culturales, impuestas por el patriarcado, que han significado históricamente una valorización de lo masculino por sobre lo femenino, provocando una situación de injusticia cultural (Fraser, 2000). Lo anterior, entendiendo que las políticas públicas son una herramienta que contribuye al logro de la justicia cultural, a través de los cambios que su implementación puede generar en las prácticas, significados y simbolismos culturales que responden al sistema patriarcal que impera en algunas sociedades, como la chilena. 

El término de justicia cultural alude a la “transformación de las clasificaciones sociales y culturales, por las cuales persisten nociones de ciudadanos de primera y segunda categoría” (Grimson, 2013: 12). Es un concepto que apunta a revertir desigualdades históricas, con el objeto de generar una sociedad basada en una cultura en la que primen la justicia, la no discriminación y la igualdad de derechos entre todos sus habitantes. Una situación de injusticia cultural puede estar arraigada de manera profunda en las sociedades y, en general, estar sustentada en sus lenguajes sociales, su historia e idiosincrasia. Cuando es sostenida en el tiempo, puede producir un malestar social que se traducirá, entre otras cosas, en movilizaciones promovidas principalmente por el grupo que está siendo oprimido, y tendrán por objeto principal producir un cambio cultural para revertir esa injusticia. La importancia de generar un cambio cultural radica en que la cultura es “una herramienta fundamental para luchar contra los efectos de la exclusión y la desigualdad” (Grimson, 2013: 9).

Por su parte, el patriarcado es un tipo de organización social en el que la autoridad la ejerce el varón, que se constituye como jefe de familia y como dueño del patrimonio, que en su época estaba conformado por las y los hijos, la esposa, las y los esclavos, y los ‘otros’ bienes. Este sistema grafica “la relación entre un grupo dominante, al que se considera superior, y un grupo subordinado, al que se considera inferior, en la que la dominación queda mitigada por las obligaciones mutuas y los deberes recíprocos” (Lerner, 1990: 60). De ahí que los feminismos, tengan por objeto principal “desentrañar las raíces de la discriminación sexual, con el fin de promover la modificación de las pautas culturales y sociales que la sustentan” (Kirkwood, 2017: 24).

El sistema patriarcal se ha caracterizado por establecer cánones de comportamiento que determinan qué es ser hombre y qué es ser mujer [1], lo que se ha expresado a través de conductas y acciones que son socialmente aceptadas y otras cuya realización queda excluida al no cumplir con el estándar patriarcal. Estos patrones son los que han generado una asignación cultural de determinados roles sociales al hombre y a la mujer, produciendo una cultura injusta hacia este último grupo, que se encuentra “arraigada en los modelos sociales de representación, interpretación y comunicación” (Fraser, 2000: 5), lo que configura una injusticia cultural. Así, la relegación de la mujer al ámbito de lo privado, es decir, a aquello que ocurre en lo doméstico (De Barbieri, 2018: 205), junto con imponer un rol reproductivo y de cuidados respecto de las situaciones íntimas que en dicho espacio tienen lugar, la excluyen del espacio público, lo que es una expresión concreta de esta injusticia.

Se habla de cultura injusta, dado que la mujer ha quedado relegada a una situación de dominación y sumisión, que ha sido perpetuada por las prácticas, usos, costumbres, simbolismos y representaciones culturales presentes en la sociedad, que ha generado su organización interna en base a la división entre la ‘naturaleza’ y ‘la cultura’. Así, “cuando una mujer se quiere salir de la esfera de lo natural, o sea, que no quiere ser madre ni ocuparse de la casa, se la tacha de antinatural” (Lamas, 1986: 178). Esto, a diferencia de lo que ocurre con los hombres, que están invitados culturalmente a salir de sus límites y a rebasar el estado natural, hasta lograr lo inalcanzable. 

Por ello es que los feminismos, para lograr la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, apuntan a la necesidad de un cambio cultural, es decir, a generar una transformación de las clasificaciones sociales y culturales, de manera de alcanzar la justicia cultural. Para poder instalar estas temáticas en la agenda pública y exigir cambios, los movimientos feministas se han valido de las movilizaciones sociales y la protesta “en las calles, en las universidades y liceos, en colectivas, en los espacios de la política formal, desde los territorios, desde los gabinetes, desde la academia, desde agencias de la ONU, desde ONGs, de forma anárquica, en grupos aborteros clandestinos, dentro de partidos políticos” (De Fina & Figueroa, 2019: 52). Estas acciones, presentes desde 1931 con la primera ola feminista, que tuvo por objeto principal la emancipación de las mujeres y la igualdad de derechos políticos, han permitido ir instalando el tema en la agenda pública. 

Una vez que el tema se logra configurar como un problema público, es necesario que el Estado proponga una solución al mismo, a través de la adopción de políticas públicas, que le permiten adoptar un rol activo en la construcción de una sociedad que tenga como base la igualdad y la no discriminación. En este sentido, las políticas públicas son una herramienta fundamental para impulsar las transformaciones hacia mayores niveles de justicia, además de expresar la decisión política de los gobiernos de avanzar en la solución de los problemas de desigualdad que afectan a las mujeres (CEPAL, 2015), precisamente porque a través de ellas el Estado puede impulsar transformaciones culturales para revertir las desigualdades históricas asociadas al género.

Es relevante señalar que para ello, no basta con la generación de un programa o norma legal específica que aborde una de las tantas desigualdades de género que afectan a las mujeres. Es necesario que se contemplen planes de fomento a los cambios de esas prácticas culturales fundamentadas en prejuicios y estereotipos de género (Pardo, 2017), que perpetúan la injusticia cultural descrita. Asimismo, se debe tener presente la intersección del feminismo con otros movimientos y luchas, que no se ciñen solamente a las demandas ‘específicas’ de las ‘mujeres’ sino que atraviesan distintas temáticas de manera transversal, dada la interconexión que desde los feminismos se ha dado entre las luchas anti-patriarcales, con las “anti-coloniales, anti-racistas y en contra las desigualdades de clases exacerbadas por el capitalismo neoliberal” (De Fina & Figueroa, 2019: 66). 

En la realización de este cometido, no se debe perder de vista que “las normas culturales que tienen un sesgo de injusticia en contra de alguien están institucionalizadas en el Estado y en la economía” (Fraser, 2000: 6). Esto, redunda en que el patriarcado predominante en la sociedad, permea al Estado y sus instituciones, que están conformadas por personas empapadas de esta cultura patriarcal, por lo que el cambio en estas normas culturales implicará necesariamente un reto al status quo imperante en las instituciones y los ámbitos de actividad pública (Pardo, 2017). De ahí la necesidad de que, en paralelo a la generación de políticas con enfoque de género, se inicie un proceso de institucionalización de este enfoque en las organizaciones públicas y en quienes las conforman, que son las encargadas de impulsarlo. Esto, con el objeto de que estas políticas logren generar un impacto en la esfera de lo privado, que permita desnaturalizar la moral culturalmente diferenciada a raíz de los roles socialmente impuestos a hombres y mujeres, alcanzando la anhelada justicia cultural, en deuda por tantos siglos, no solo en Chile, sino que en el mundo.

[1] A mayor abundamiento, existen expectativas sociales hacia el hombre y la mujer, impuestas por la cultura. Así, el rol que históricamente se ha esperado que cumpla la mujer, es dedicarse al hogar y a las tareas de cuidado, en el que tener un esposo, hijas e hijos y dedicarse a ellas y ellos, es lo predominante. En cambio, del hombre, se espera y propicia el que sea exitoso y proveedor, en definitiva, que se comporte como el “pater familias”.

Referencias:

CEPAL. (2015). Políticas Públicas para la igualdad de género. Santiago, Chile: CEPAL.

De Barbieri, M. (2018). «Los ámbitos de acción de las mujeres». Revista Mexicana de Sociología, 203-224.

De Fina D. & Figueroa F. (2019). «Nuevos “campos de acción política” feminista: Una mirada a las recientes movilizaciones en Chile», Revista Punto Género, 11, 51-72. Doi: 10.5354/0719-0417.2019.53880

Fraser, N. (2000). «¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era postsocialista». En N. Fraser, & J. Butler, ¿Reconocimiento o redistribución? Un debate entre marxismo y feminismo (págs. 23-66). Madrid: Traficantes de sueños.

Grimson, A. (2013). El desafío de la justicia cultural. Argentina: CONICET.

Kirkwood, J. (2017). Feminarios. Buenos Aires, Argentina, CLACSO.

Lamas, M. (1986). «La antropología feminista y la categoría género«. Nueva Antropología, VIII(30),173-198.[fecha de Consulta 24 de Marzo de 2021]. ISSN: 0185-0636. Disponible en:   https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=15903009

Lerner, G. (1990). La creación del patriarcado. Barcelona, España, Novagrafik.

Pardo, M. (2017). «México: ¿Políticas públicas incluyentes?», Revista de Administración Pública, 47-59.

 * Waleska Abah-Sahada Lues

Abogada, Diplomada en Derecho Internacional de Derechos Humanos y Magíster en Gestión y Políticas Públicas (c) de la Universidad de Chile. Actualmente se desempeña como docente en la Fundación Henry Dunant y como abogada de protección de derechos de la Defensoría de los Derechos de la Niñez de Chile.